Nunca llueve eternamente.

A veces poeta, dramaturgo, guionista, cineasta, pero tristemente humano.

Narrativa: El sonjosúa



EL SONJOSÚA

Llegué de alguna ciudad del lejano oriente israelí a mirar el cielo trujillano. Me habían hablado tanto de esta ciudad, que en mi mente imaginaba con una perfección impresionante hasta los colores que la habitaba. No había conocido a mi abuelo paterno. Solo lo había visto una vez desde que tuve uso de la razón. Viví los dos primeros años de mi existencia en su hogar cerca al balneario de Huanchaco. Lo hallé un tanto calvo, con un impresionante bozo y una afición desmedida por los gallos. 

Por eso digo solo una vez asistí a su casa ya que cuando uno nace y vive los dos primeros años de su vida no hay recuerdos en la mente, quedan solo recuerdos velados de la infancia en el hogar y del colegio azulado, ni siquiera recuerdas los besos innumerables de una madre. La fiesta primaveral de Trujillo que una vez visité, es bien citada por voces que recorren el Perú de palmo a palmo. De madre trujillana, era ilógico no hablar del corso en setiembre y de la marinera en enero; por eso, ante los innumerables pedidos de mi abuela que visitáramos su hogar, decidió mi madre conceder el deseo de la longeva. En casa de mi abuelo, mi nana al verme me atenazó en sus brazos y lloró; ella decía que se sentía emocionada. Yo le creía, después de un suculento desayuno, mi abuelo, el gran Roque, me mostró sus logros conseguidos en los certámenes de peleas de gallos. Hasta allí nunca en mi vida había escuchado algo sobre esas ilustradas peleas que mi abuelo me narraba; imaginaba que era algo divertido observar a dos gallos dándose aletazos por doquier. Sin querer esperar más me llevó al corral donde tres quinquenios de gallos realizaban diversos actos: picar piedritas, tomar agua, y en otros casos lanzar pequeños cánticos. Luego, enviando a dos empleados suyos que desamarraran dos aves, me hizo ver una batalla en el corral donde vi que cruelmente un gallo torturaba a otro. Quedé completamente pasmado y asustado. Había conocido al ''Sonjosúa''.

Diariamente, como cuando asistía a mis clases de francés, visitaba a aquel vencido gallo. Observar la máscara de la cadavérica muerte en su rostro, me rompía el corazón como un ''no'' en el amor. Nunca se llegó a recuperar. Lo emplearon en una celebración de domingo con cerveza, picarones y bailes. Sonjosúa era el nombre que mi abuelo puso para este asesino emplumado. Empleó dicho epíteto por ser una palabra quechua que traducida significa ''rompecorazones''.

Me relataba mi abuelo que su gallo le rompía el orgullo a aquellos señores que ponían en su delante mucho dinero en las apuestas sanguinarias. Yo odiaba al Sonjosúa por haber maltratado a aquel débil gallo que pagó con su muerte tal fragilidad. Por qué será que la gente siempre se identifica con el más débil como lo hacía yo con el gallo vencido. Por eso deseaba que el Sonjosúa fuera derrotado, fuera herido y sazonado, para que su cruel alma sintiera lo que sintieron sus víctimas. Cada mañana iba al corral, y sin que nadie me viera, hincaba con un pequeño clavo en el cuerpo del Sonjosúa, como queriendo vengar a todos los humillados por el asesino emplumado.

Hasta que llegó aquella gran final de torneo en Huanchaco, aquel esperado día por mi abuelo, en que una vez más luciría su grande orgullo: su experimentado asesino. Me dijo que le acompañe al evento para ver para ver al Sonjosúa derrotar a un gallo más. Después de recordar aquella pelea en el corral, no me gustaba volver a ver otro duelo más. Pero fui, quería verlo derrotado. Y se dio la esperada contienda.

Le había tocado un contrincante joven que venía siendo el comentario favorable de esos eventos. El gallo de mi abuelo intentaba dar su mejor pelea, pero los años no pasan en vano. Era un gallo joven, contra los años del asesino en plumas experimentado. Y sucedió lo previsible: el gallo más joven le estaba dando una feroz batalla, pero el Sonjosúa podía aguantar mucho ante las arremetidas de su rival. Comenzó su desvanecimiento lentamente. Le dije a mi abuelo que pare la contienda, pero él decía que no, que tenía que pelear con honor hasta el final y si es posible morir en combate. Vi en el Sonjosúa lo que observé en los ojos de los otros gallos víctimas de sus arremetidas. 

            Su última mirada me indicó la despedida de ese ser al cual maltraté en el corral con el clavo y al cual ahora quería defenderlo a muerte. Las lágrimas corrían sobre mi rostro. Mi abuelo muy enojado por el deshonor me gritó: ¡Ja! ¡Los hombres no lloran! ¿Es que no te das cuenta? Es solo un gallo, además ya estaba viejo.

            Se había olvidado de su compañero de tantas peleas y victorias, de su gran obra, de su gallo que tanto dinero le había dado. Muchos, frente a la mirada de los otros, se convierten en lo que los otros ven. Sentía rabia por mi abuelo, sentía que mis saladas lágrimas me ahogaban el alma del niño que lloraba en su interior, sentí por primera vez al acariciar a aquel vencido gallo longevo el arrepentimiento y el perdón porque quien puede acariciar una piedra con la misma ternura que a un animal es porque ha descubierto el perdón y el amor.


                                                                                              Jefferson Gustave Arcila